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Construyendo el paraíso perdido

 

La narrativa del Génesis y la épica de John Milton, Paradise Lost, marcó mi percepción del mundo. Desde la historia del origen de la humanidad hasta el dilema enfrentado por Adán y Eva al lidiar con el bien y el mal, y su posterior expulsión del Edén por sucumbir a la tentación del árbol del conocimiento, estos relatos han resonado profundamente.

Considero estas como más que meras narraciones, son metáforas poderosas que trascienden el tiempo y el espacio, abordando preguntas fundamentales sobre nuestra existencia: ¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es nuestro propósito en este vasto universo? Nos recuerdan que todo ser humano tiene el potencial único de construir su propio génesis, que no es otra cosa que una creación original que supere las limitaciones impuestas por su época.

En este sentido, el Jardín del Edén representa la cúspide de la capacidad creativa humana, un espacio donde confiamos plenamente en nuestra habilidad para innovar y ser auténticos. Es donde desafiamos con valentía las normas establecidas, resistiéndonos al statu quo impuesto por la jerarquía de conocimiento dictada por la sociedad.

Sin embargo, a menudo nos encontramos atrapados en roles definidos por el trabajo y los arquetipos sociales: el comerciante, el profesor, el médico, la chica popular, el sacerdote, el programador… Estas etiquetas nos constriñen y alejan de la verdadera esencia, la cual se encuentra en la capacidad humana por innovar y crear.

Nacemos con una programación de aprendizaje predeterminado que nos lleva de la imitación inicial a una búsqueda constante de mejora. Sin embargo, este proceso puede degenerar en competencia y conflicto, tanto a nivel individual como colectivo, lo cual hemos visto a lo largo de la historia.

Como lo mostró el filósofo francés, René Girard: el camino de la imitación conduce inevitablemente al conflicto o la violencia. La historia de Esparta y Atenas, de Alemania e Inglaterra, y hoy de China y Estados Unidos, sirve como recordatorio de esta verdad universal.

Pero renunciar al árbol del conocimiento del bien y del mal no es tarea fácil. Cuando mordemos la manzana, abandonamos la oscuridad de la incertidumbre y comprendemos nuestro papel en la jerarquía sociocultural; abrazamos la certeza.

Se requiere un coraje extraordinario para resistir la tentación de la manzana, abrazar lo desconocido, conectar los puntos de formas inesperadas y competir fervientemente por la originalidad, el descubrimiento y la creación.

Una sociedad verdaderamente creativa no solo genera riqueza material, también elimina incentivos para el conflicto. El punto es que este ideal depende de un atributo escaso y valioso: el coraje.

Los conflictos en Oriente Medio, Ucrania y las tensiones entre China y Estados Unidos nos recuerdan la urgente necesidad de abrazar la creatividad, de construir un nuevo modelo. Este será definido por las megaciudades, las cuales serán un conjunto de la diversidad humana, en las cuales millones de personas serán parte de experimentos que permitan el desarrollo y el progreso. 

Nos encontramos en un momento crítico de la historia en el que debemos construir nuestro propio Edén. Las megaciudades son estos espacios de innovación y cooperación, en los que la convergencia de diversas tecnologías eliminará las confrontaciones por energía y territorio, incentivando la cooperación.

Tenemos la oportunidad en el que el coraje nos permitirá construir un futuro en el que la creatividad y la colaboración sean los pilares de nuestra sociedad.